Les encago para esta semana, el lunes de preferencia 1pliego de papel crepee cafè oscuro, y un ramito de frutas como cereza o uvas de las tipo navideñas,asi como estas(imagen anexa) pero roja , muchas gracias por apoyar, tambien les recuerdo que el miercoles es el evento de historia, ya la hora se las confirmo por las festividades de la virgen de guadalupe, hasta pronto.
jueves, 28 de noviembre de 2013
viernes, 22 de noviembre de 2013
Leer y hacer una explicación del texto. Escribir de que trata en un relato de 1 hoja.
La gallina degollada
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos tontos del matrimonio Manzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos perdidos, y volvían la cabeza con toda la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerro al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio; poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces alrededor del patio, mordiéndose la lengua y mugiendo. Pero casi siempre estaban apagados en su sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Manzzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de un cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Manzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplir su felicidad. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con atención profesional que estaba visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados de la criatura recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo. Había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre en las rodillas de su madre.
−¡Hijo, mi hijo querido! −sollozaba ésta sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desconsolado, acompañó al médico afuera.
−A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
−¡Sí!… ¡Sí!… −asentía Mazzini−. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
−En cuanto a la herencia paterna, ya le dijo lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Manzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencedieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años, él, veintidós ella y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de su vida normal. Ya no pedían más belleza o inteligencia, como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitiese el proceso de los dos mayores.
Más por encima de su inmensa amargura quedaba a Manzini y a Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuanta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer o cuando veían colores brillantes y oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años, Manzini y Berta desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó fuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había insidia, la atmósfera se cargaba.
−Me parece −díjole una noche Manzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos−, que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
−Es la primera vez −repuso al rato− que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Manzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada.
−De nuestros hijos, me parece…
−Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? −alzó ella los ojos.
Esta vez Manzini se expresó claramente:
−Creo que no vas a decir que yo tengo la culpa, ¿no?
−¡Ah, no! −se sonrío Berta, muy pálida−; pero yo tampoco, supongo …¡No faltaba más!… −murmuró.
−¿Qué no faltaba más?
−¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con un brutal deseo de insultarla.
−¡Dejemos! −articuló al fin, secándose las manos.
−Como quieras, pero si quieres decir…
−¡Berta!
−¡Como quieras!
Este fue el primer choque, y le sacudieron otros: peroen las inevitables reconciliaciones sus almas se unían con doble arrebato y ansia por otro hijo.
Nació así una niña, Vivieron dos años con la angustia a flor del alma, esperando siempre otro desastre.
Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en su hija toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aun en los últimos tiempo Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Manzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenía por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayor afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaba casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco abandonados a toda remota caricia.
De este modo Beritita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que sus padres eran incapaces de negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedarse idiota tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Manzini…
−¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces …?
−Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
−¡No, no te creo tanto!
−Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti …¡Tisiquilla!
−¡Qué! ¿Qué me dijiste?
−¡Nada!
−¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no sé lo que dijiste, pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Manzini se puso pálido.
−¡Al fin! −murmuró con los dientes apretados−. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías decir!
−¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Manzini explotó a su vez.
−¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos, mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido y, como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueron los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y la mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Manzini la retuvo abrazada largo rato y ella lloró desesperadamente pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo. ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día, radiante, había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo… rojo…
−¡Señora! Los niños están aquí en la cocina.
Berta llegó. No quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en estas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
−¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aún no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con el cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron al cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse, debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
−¡Soltáme! ¡Dejáme! −gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
−¡Mamá! ¡Ay, Mamá! ¡Mamá, papá! −lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arrancada y cayó.
−¡Mamá! ¡Ay, ma…! −no pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Manzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
−Me parece que llama −le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron nada más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar el sombrero, Manzini avanzó en el patio:
−¡Bertita!
Nadie respondió.
−¡Bertita! −alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló del horrible presentimiento.
−¡Mi hija, mi hija! −corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada y lanzó un grito de horror.
Berta, que se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Manzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola.
−¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Horacio Quiroga.
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos tontos del matrimonio Manzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos perdidos, y volvían la cabeza con toda la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerro al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio; poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces alrededor del patio, mordiéndose la lengua y mugiendo. Pero casi siempre estaban apagados en su sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Manzzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de un cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Manzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplir su felicidad. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con atención profesional que estaba visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados de la criatura recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo. Había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre en las rodillas de su madre.
−¡Hijo, mi hijo querido! −sollozaba ésta sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desconsolado, acompañó al médico afuera.
−A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
−¡Sí!… ¡Sí!… −asentía Mazzini−. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
−En cuanto a la herencia paterna, ya le dijo lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Manzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencedieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años, él, veintidós ella y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de su vida normal. Ya no pedían más belleza o inteligencia, como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitiese el proceso de los dos mayores.
Más por encima de su inmensa amargura quedaba a Manzini y a Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuanta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer o cuando veían colores brillantes y oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años, Manzini y Berta desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó fuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había insidia, la atmósfera se cargaba.
−Me parece −díjole una noche Manzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos−, que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
−Es la primera vez −repuso al rato− que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Manzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada.
−De nuestros hijos, me parece…
−Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? −alzó ella los ojos.
Esta vez Manzini se expresó claramente:
−Creo que no vas a decir que yo tengo la culpa, ¿no?
−¡Ah, no! −se sonrío Berta, muy pálida−; pero yo tampoco, supongo …¡No faltaba más!… −murmuró.
−¿Qué no faltaba más?
−¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con un brutal deseo de insultarla.
−¡Dejemos! −articuló al fin, secándose las manos.
−Como quieras, pero si quieres decir…
−¡Berta!
−¡Como quieras!
Este fue el primer choque, y le sacudieron otros: peroen las inevitables reconciliaciones sus almas se unían con doble arrebato y ansia por otro hijo.
Nació así una niña, Vivieron dos años con la angustia a flor del alma, esperando siempre otro desastre.
Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en su hija toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aun en los últimos tiempo Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Manzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenía por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayor afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaba casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco abandonados a toda remota caricia.
De este modo Beritita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que sus padres eran incapaces de negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedarse idiota tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Manzini…
−¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces …?
−Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
−¡No, no te creo tanto!
−Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti …¡Tisiquilla!
−¡Qué! ¿Qué me dijiste?
−¡Nada!
−¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no sé lo que dijiste, pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Manzini se puso pálido.
−¡Al fin! −murmuró con los dientes apretados−. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías decir!
−¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Manzini explotó a su vez.
−¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos, mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido y, como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueron los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y la mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Manzini la retuvo abrazada largo rato y ella lloró desesperadamente pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo. ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día, radiante, había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo… rojo…
−¡Señora! Los niños están aquí en la cocina.
Berta llegó. No quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en estas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
−¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aún no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con el cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron al cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse, debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
−¡Soltáme! ¡Dejáme! −gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
−¡Mamá! ¡Ay, Mamá! ¡Mamá, papá! −lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arrancada y cayó.
−¡Mamá! ¡Ay, ma…! −no pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Manzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
−Me parece que llama −le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron nada más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar el sombrero, Manzini avanzó en el patio:
−¡Bertita!
Nadie respondió.
−¡Bertita! −alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló del horrible presentimiento.
−¡Mi hija, mi hija! −corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada y lanzó un grito de horror.
Berta, que se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Manzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola.
−¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
viernes, 15 de noviembre de 2013
Copiar y aprenderse el poema, para el martes 19 de nov.
Virgen de Guadalupe,
Emperatriz de América.
Morenita del Tepeyac
que desde el cielo nos das consuelo,
yo te venero madre santísima
y en ti encomiendo mi despertar,
cada mañana en ti pienso
y una plegaria elevo al viento,
para que tu mano santa bendizca a mi pueblo,
así lo haz hecho madre querida desde hace siglos con alegría,
yo te agradezco morena linda
todo tu amor a la patria mía.
Mónica Ochoa
Emperatriz de América.
Morenita del Tepeyac
que desde el cielo nos das consuelo,
yo te venero madre santísima
y en ti encomiendo mi despertar,
cada mañana en ti pienso
y una plegaria elevo al viento,
para que tu mano santa bendizca a mi pueblo,
así lo haz hecho madre querida desde hace siglos con alegría,
yo te agradezco morena linda
todo tu amor a la patria mía.
Mónica Ochoa
domingo, 10 de noviembre de 2013
Lectura 3, Imprimir para el lunes 18 de nov.
Había
una
vez...
...Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
...Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
Pero...
un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga:
¡Hamelin estaba lleno de ratas!
Había
tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros,
perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se
subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos
y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para
luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además...
Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los
cucharones de los guisos que estaban preparando los
cocineros, roían las ropas domingueras de la gente,
practicaban agujeros en los costales de harina y en los
barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían
trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres
reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres
asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.
¡La
vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
...Pero
llegó un día en que el pueblo se hartó de esta
situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse
frente al Ayuntamiento.
¡Qué
exaltados estaban todos!
No
hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
-¡Abajo
el alcalde! -gritaban unos.
-¡Ese
hombre es un pelele! -decían otros.
-¡Que
los del Ayuntamiento nos den una solución! -exigían los de
más allá.
Con
las mujeres la cosa era peor.
-Pero,
¿qué se creen? -vociferaban-. ¡Busquen el modo de
librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el
remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos
por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al
oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron
consternados y temblando de miedo.
¿Qué
hacer?
Una
larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía
discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se
sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para
lograr una buena solución contra la plaga.
Por
fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo
que yo daría por una buena ratonera!
Apenas
se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando
todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del
Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios
nos ampare! -gritó el alcalde, lleno de pánico-. Parece
que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los
ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
-¡Pase
adelante el que llama! -vociferó el alcalde, con voz
temblorosa y dominando su terror.
Y
entonces entró en la sala el más extraño personaje que se
puedan imaginar.
Llevaba
una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que
estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su
portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos
azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía
lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel
del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las
inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni
barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía
a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde
y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su
alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico
atractivo.
El
desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
-Perdonen,
señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante
reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz,
mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi
persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da
si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que
si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos
me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo.
Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que
más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras
o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista
Mágico.
En
tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron
cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con
rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También
observaron que los dedos del extraño visitante se movían
inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran
impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba
sobre sus raras vestiduras.
El
flautista continuó hablando así: -Tengan en cuenta, sin
embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo.
El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa,
de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad
asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía
a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien, si
los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían
un millar de florines?
-¿Un
millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a
una el asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco
después bajaba el flautista por la calle principal de
Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba
seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico
instrumento.
De
pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al
mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso.
Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó
tres vivísimas notas de la flauta.
Al
momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de
Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que
despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en
ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo
estruendoso.
¿Y
saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a
salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes
que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que
los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles,
con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias
enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista,
sin reparar en charcos ni hoyos.
Y
el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría
calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil
danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando
llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas,
ahogándose por completo.
Sólo
una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó
contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla.
Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo
sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una
vez allí contó lo que había sucedido.
-Igual
les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a
mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude
resistir el deseo de seguir su música. Era como si
ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata.
Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me
parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a
roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno
banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: "¡Anda,
atrévete!" Cuando recuperé la noción de la realidad
estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias
a mi fortaleza me he salvado!
Esto
asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en
sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había
que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando
comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les
había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las
iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El
alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un
jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos!
¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas
y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles
y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las
ratas!
Así
estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta
que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a
cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña
figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.
El
flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
-Creo,
señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil
florines.
¡Mil
florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil
florines!
El
alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía.
Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le
habían estado rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién
pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
-¿Mil
florines... ?-dijo el alcalde-. ¿Por qué?
-Por
haber ahogado las ratas -respondió el flautista.
-¿Que
tú has ahogado las ratas? -exclamó con fingido asombro la
primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus
concejales-. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos
siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con
nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y,
según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida.
No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo
ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar
tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes
figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos
sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos,
vamos...! Toma cincuenta.
El
flautista, a medida que iba escuchando las palabras del
alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que
lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con
que se cambiase el sentido de las cosas.
-¡No
diga más tonterías, alcalde! -exclamó-. No me gusta
discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo?
¿Yo, un pacto contigo? -dijo el alcalde, fingiendo sorpresa
y actuando sin ningún remordimiento pese a que había
engañado y estafado al flautista.
Sus
compañeros de corporación declararon también que tal cosa
no era cierta.
El
flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado!
No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que
toque mi flauta de modo muy diferente.
Tales
palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo
se entiende? -bramó-. ¿Piensas que voy a tolerar tus
amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un
cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué
te has creído?
El
hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de
gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así
que siguió vociferando:
-¡A
mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una
flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se
arrepentirán!
-¿Aun
sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde,
mostrando el puño a su interlocutor-. ¡Haz lo que te
parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!
El
flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó
a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los
labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que
sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas,
como jamás músico alguno, ni el más hábil, había
conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al
que las oía.
Se
despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto
pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos
que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en
su apresuramiento.
Numerosos
piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos
repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y
el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran
gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de
cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos
los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los
habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus
chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas.
Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del
maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y
sus carcajadas.
El
alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron
inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que
estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un
solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella
escapatoria de los niños.
No
se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es
decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que
se iba en pos del flautista.
Sin
embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó
a los concejales cuando vieron que el mágico músico se
internaba por la calle Alta camino del río.
¡Precisamente
por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por
fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños.
En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur,
dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba
próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la
menuda tropa.
Semejante
ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de
los padres.
-¡Nunca
podrá cruzar esa intrincada cumbre! -se dijeron las
personas mayores-. Además, el cansancio le hará soltar la
flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.
Mas
he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda
de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un
ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna
potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente
una enorme gruta.
Por
allí penetró el flautista, seguido de la turba de
chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la
fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de
ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo
quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar
a los otros en sus bailes y corridas.
A
él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos,
cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Y
lo hallaron triste y cariacontecido.
Como
le reprocharon que no se sintiera contento por haberse
salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento?
¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con
que ahora se estarán recreando. También a mí me las
prometió el flautista con su música, si le seguía; pero
no pude.
-¿Y
qué les prometía? -preguntó su padre, curioso.
-Dijo
que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta
ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se
multiplican los árboles frutales, donde las flores se
colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca
visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos
que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que
los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por
lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel.
Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
-Entonces,
si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
-No
pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño-. Cesó la música
y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me
pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la
colina, dejándome solo contra mi deseo.
¡Pobre
ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El
alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al
flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a
cambio de que volviese trayendo los niños.
Cuando
se convencieron de que perdían el tiempo y de que el
flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto
dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y
lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!
Para
que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron
desaparecer a los niños lo titularon Calle
del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que
todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o
un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió,
también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se
instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad
del sitio.
Luego
fue grabada la historia en una columna y la pintaron también
en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la
conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños
de Hamelin.
Lectura 2, imprime para el jueves, 14 de nov..
Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre
leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso
bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les
alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse
el problema y tratar de darle una buena solución.
Una
noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel
madrastra dijo al leñador:
-No
hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños
a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí.
Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos
desprenderemos de esa carga.
Al
principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta
la cruel idea de la malvada mujer.
-¿Cómo
vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás
sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.
-De
cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la
madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre,
de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.
Mientras
tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos,
escucharon toda la conversación. Gretel lloraba
amargamente, pero Hansel la consolaba.
-No
llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea
para encontrar el camino de regreso a casa.
A
la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la
madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.
-No
deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es
todo lo que tendrán para el día.
El
dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a
adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura,
los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de
su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales
que les permitieran luego regresar a casa.
Los
padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:
-Quédense
aquí hasta que vengamos a buscarlos.
Hansel
y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues
creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos.
Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus
padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de
regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido
las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron
por el bosque con mucho temor observando las miradas,
observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada
paso se perdían más en aquella espesura.
Al
amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños
vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para
animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa.
Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita
construida toda de panes, dulces, bombones y otras
confituras muy sabrosas.
Los
niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara
casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos
dulces, una bruja los detuvo.
La
casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se
encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba
para comérselos.
Como
Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una
jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos
manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que
hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de
cangrejos para comer.
Un
día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser
comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola
de agua para cocinarlo.
-Primero
-dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para
hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está
bien caliente como para hornear.
En
realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez
que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también.
Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.
-Yo
no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.
-Tonta-dijo
la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza
dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del
horno y cerró la puerta.
Gretel
puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se
llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del
tesoro de la bruja.
Los
niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un
inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin,
un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos, les
ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños
encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho
durante la ausencia de los niños y los había buscado por
todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la
cruel madrastra.
Dejando
caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se
arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los
malos momentos que habían pasado y supieron que lo más
importante en la vida es estar junto a los seres a quienes
se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.
Lectura 1, imprime para el jueves.
de Wilhelm y
Jacob Grimm
No hace mucho
tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la
vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su
mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había
puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una
campesina que gritaba:
—¡Rica
mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este
pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito
su fina cabeza por la ventana, llamó:
—¡Eh,
mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió
la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta
a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de
sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la
nariz y, por fin, dijo:
—Esta
mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas,
muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a
pelearnos por eso.
La
mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada
y refunfuñando:
—¡Vaya!
—exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que
Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
Y,
sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la
untó a su gusto. «Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero
antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»
Dejó
el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento
estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras
tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía
hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas,
sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas
legiones.
—¡Eh,
quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito,
tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las
moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso,
volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
Por
fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de
paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen,
que yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia
un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño
y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
«¡De
lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia.
«La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de
prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su
medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el
siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
«¡Qué
digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará
de esto!»
Y
de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al
corderito.
Luego
se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo,
convencido de que su taller era demasiado pequeño para su
valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la
casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje;
pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el
bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había
enredado en un matorral, y también se lo guardó en el
bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso
animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies,
no se cansaba nunca.
El
camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo
mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí
sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se
le acercó animoso y le dijo:
—¡Buenos
días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él
me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a
venir conmigo?
El
gigante lo miró con desprecio y dijo:
—¡Quítate
de mi vista, monigote, miserable criatura!
—¿Ah,
sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la
chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué
clase de hombre soy!
El
gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara
de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un
poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba.
Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas
de agua.
—¡A
ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!
—¿Nada
más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego
de niños!
Y
metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó
hasta sacarle todo el jugo.
—¿Qué
me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El
gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que
hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra
piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía
seguirla.
—Anda,
pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
—Un
buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a
caer a tierra. Ahora verás —y sacando al pájaro del
bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su
libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
—¿Qué
te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
—Tirar,
sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes
soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al
sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el
suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a
sacar este árbol del bosque.
—Con
gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco
al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más
pesado .
En
cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se
acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía
volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo
el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento
allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A
caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de
cargar árboles fuese un juego de niños.
El
gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada
carga, no pudo más y gritó:
—¡Eh,
tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El
sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los
dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el
tiempo, y dijo:
—¡Un
grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un
árbol!
Siguieron
andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando
mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó
el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo
a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil
para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante,
volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo
al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño,
y el gigante le dijo:
—¿Qué
es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito
enclenque?
—No
es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees
que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de
un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay
unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales.
¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El
gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las
ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó
la victoria. Dijo entonces el gigante:
—Ya
que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la
noche con nosotros.
El
sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando
llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes
sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un
cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a
su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi
taller.»
El
gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y
dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el
hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se
acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante
que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó
y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un
formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse,
en la certeza de que había despachado para siempre a tan
impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin
acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al
bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo
como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían
soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron
corriendo, cada uno por su lado.
El
sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda
nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de
un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a
dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se
le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas
partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
—¡Ah!
—exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de
guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún
poderoso caballero.
Y
corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su
opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de
guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de
ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y
envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta
tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia
junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría
los ojos, le comunicó la proposición del rey.
—Justamente
he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—.
Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron
honrosamente y le prepararon toda una residencia para él
solo.
Pero
los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en
realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
—¿En
qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos
peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe
derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron,
pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los
licenciase del ejército.
—No
estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de
un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
El
rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a
perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber
visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho
de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que
acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en
el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin,
encontró una solución.
Mandó
decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas
como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país
vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus
robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía
acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito
lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la
mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además,
cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
«¡No
está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito.
«Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un
reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que
contestó:
—Claro
que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no
me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de
un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así,
pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien
jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus
seguidores:
—Esperen
aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y
de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar
a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los
dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y
roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y
abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió
especialmente dos grandes piedras que guardó en los
bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por
una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y,
acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía
fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
Los
gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra,
despertaron
echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un
empujón a su compañero y le dijo:
—¿Por
qué me pegas?
—Estás
soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.
Se
volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una
piedra al segundo.
—¿Qué
significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me
tiras piedras?
—Yo
no te he tirado nada —gruñó el primero.
Discutieron
todavía un rato; pero como los dos estaban cansados,
dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos.
El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más
grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho
del primer gigante.
—¡Esto
ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un
loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal
fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la
copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los
dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles
enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que
los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el
sastrecito.
«Suerte
que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues
habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal
que nosotros los sastres somos livianos.»
Y
desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en
el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los
caballeros y les dijo:
—Se
acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue
dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle
con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un
golpe!
—¿Y
no estás herido? —preguntaron los jinetes.
—No
piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera,
despeinado.
Los
jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el
bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su
propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de
cuajo.
El
sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa
ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra
manera de deshacerse del héroe.
—Antes
de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino
—le dijo—, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña.
Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos,
y debes capturarlo primero.
—Menos
temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el
sastrecito—-Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y
se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después
de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
No
tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y
lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez
con su único cuerno.
—Poco
a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el
sastrecito.
Plantándose
muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio
estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del
árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el
cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más
que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
«¡Ya
cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás
del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el
cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero
éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió
un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el
sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba
por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría
con la ayuda de los cazadores.
—¡No
faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de
niños!
Dejó
a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría
de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz
jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de
enfrentarse con él de nuevo.
Tan
pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los
agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto
de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se
precipitó dentro de una capilla que se levantaba por
aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del
fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí
se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito
había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe,
con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era
demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la
ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los
cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
El
rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su
hija y la mitad del reino, agregándole: «Ya
eres mi heredero al trono».
Se
celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se
convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.
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