Había
una
vez...
...Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
...Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
Pero...
un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga:
¡Hamelin estaba lleno de ratas!
Había
tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros,
perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se
subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos
y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para
luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además...
Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los
cucharones de los guisos que estaban preparando los
cocineros, roían las ropas domingueras de la gente,
practicaban agujeros en los costales de harina y en los
barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían
trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres
reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres
asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.
¡La
vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
...Pero
llegó un día en que el pueblo se hartó de esta
situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse
frente al Ayuntamiento.
¡Qué
exaltados estaban todos!
No
hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
-¡Abajo
el alcalde! -gritaban unos.
-¡Ese
hombre es un pelele! -decían otros.
-¡Que
los del Ayuntamiento nos den una solución! -exigían los de
más allá.
Con
las mujeres la cosa era peor.
-Pero,
¿qué se creen? -vociferaban-. ¡Busquen el modo de
librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el
remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos
por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al
oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron
consternados y temblando de miedo.
¿Qué
hacer?
Una
larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía
discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se
sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para
lograr una buena solución contra la plaga.
Por
fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo
que yo daría por una buena ratonera!
Apenas
se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando
todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del
Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios
nos ampare! -gritó el alcalde, lleno de pánico-. Parece
que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los
ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
-¡Pase
adelante el que llama! -vociferó el alcalde, con voz
temblorosa y dominando su terror.
Y
entonces entró en la sala el más extraño personaje que se
puedan imaginar.
Llevaba
una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que
estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su
portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos
azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía
lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel
del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las
inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni
barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía
a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde
y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su
alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico
atractivo.
El
desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
-Perdonen,
señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante
reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz,
mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi
persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da
si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que
si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos
me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo.
Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que
más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras
o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista
Mágico.
En
tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron
cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con
rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También
observaron que los dedos del extraño visitante se movían
inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran
impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba
sobre sus raras vestiduras.
El
flautista continuó hablando así: -Tengan en cuenta, sin
embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo.
El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa,
de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad
asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía
a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien, si
los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían
un millar de florines?
-¿Un
millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a
una el asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco
después bajaba el flautista por la calle principal de
Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba
seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico
instrumento.
De
pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al
mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso.
Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó
tres vivísimas notas de la flauta.
Al
momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de
Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que
despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en
ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo
estruendoso.
¿Y
saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a
salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes
que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que
los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles,
con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias
enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista,
sin reparar en charcos ni hoyos.
Y
el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría
calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil
danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando
llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas,
ahogándose por completo.
Sólo
una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó
contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla.
Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo
sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una
vez allí contó lo que había sucedido.
-Igual
les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a
mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude
resistir el deseo de seguir su música. Era como si
ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata.
Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me
parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a
roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno
banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: "¡Anda,
atrévete!" Cuando recuperé la noción de la realidad
estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias
a mi fortaleza me he salvado!
Esto
asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en
sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había
que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando
comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les
había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las
iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El
alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un
jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos!
¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas
y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles
y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las
ratas!
Así
estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta
que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a
cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña
figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.
El
flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
-Creo,
señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil
florines.
¡Mil
florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil
florines!
El
alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía.
Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le
habían estado rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién
pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
-¿Mil
florines... ?-dijo el alcalde-. ¿Por qué?
-Por
haber ahogado las ratas -respondió el flautista.
-¿Que
tú has ahogado las ratas? -exclamó con fingido asombro la
primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus
concejales-. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos
siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con
nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y,
según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida.
No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo
ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar
tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes
figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos
sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos,
vamos...! Toma cincuenta.
El
flautista, a medida que iba escuchando las palabras del
alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que
lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con
que se cambiase el sentido de las cosas.
-¡No
diga más tonterías, alcalde! -exclamó-. No me gusta
discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo?
¿Yo, un pacto contigo? -dijo el alcalde, fingiendo sorpresa
y actuando sin ningún remordimiento pese a que había
engañado y estafado al flautista.
Sus
compañeros de corporación declararon también que tal cosa
no era cierta.
El
flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado!
No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que
toque mi flauta de modo muy diferente.
Tales
palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo
se entiende? -bramó-. ¿Piensas que voy a tolerar tus
amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un
cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué
te has creído?
El
hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de
gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así
que siguió vociferando:
-¡A
mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una
flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se
arrepentirán!
-¿Aun
sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde,
mostrando el puño a su interlocutor-. ¡Haz lo que te
parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!
El
flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó
a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los
labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que
sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas,
como jamás músico alguno, ni el más hábil, había
conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al
que las oía.
Se
despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto
pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos
que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en
su apresuramiento.
Numerosos
piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos
repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y
el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran
gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de
cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos
los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los
habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus
chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas.
Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del
maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y
sus carcajadas.
El
alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron
inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que
estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un
solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella
escapatoria de los niños.
No
se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es
decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que
se iba en pos del flautista.
Sin
embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó
a los concejales cuando vieron que el mágico músico se
internaba por la calle Alta camino del río.
¡Precisamente
por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por
fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños.
En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur,
dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba
próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la
menuda tropa.
Semejante
ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de
los padres.
-¡Nunca
podrá cruzar esa intrincada cumbre! -se dijeron las
personas mayores-. Además, el cansancio le hará soltar la
flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.
Mas
he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda
de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un
ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna
potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente
una enorme gruta.
Por
allí penetró el flautista, seguido de la turba de
chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la
fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de
ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo
quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar
a los otros en sus bailes y corridas.
A
él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos,
cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Y
lo hallaron triste y cariacontecido.
Como
le reprocharon que no se sintiera contento por haberse
salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento?
¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con
que ahora se estarán recreando. También a mí me las
prometió el flautista con su música, si le seguía; pero
no pude.
-¿Y
qué les prometía? -preguntó su padre, curioso.
-Dijo
que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta
ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se
multiplican los árboles frutales, donde las flores se
colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca
visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos
que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que
los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por
lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel.
Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
-Entonces,
si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
-No
pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño-. Cesó la música
y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me
pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la
colina, dejándome solo contra mi deseo.
¡Pobre
ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El
alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al
flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a
cambio de que volviese trayendo los niños.
Cuando
se convencieron de que perdían el tiempo y de que el
flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto
dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y
lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!
Para
que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron
desaparecer a los niños lo titularon Calle
del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que
todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o
un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió,
también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se
instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad
del sitio.
Luego
fue grabada la historia en una columna y la pintaron también
en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la
conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños
de Hamelin.
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