de Wilhelm y
Jacob Grimm
No hace mucho
tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la
vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su
mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había
puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una
campesina que gritaba:
—¡Rica
mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este
pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito
su fina cabeza por la ventana, llamó:
—¡Eh,
mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió
la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta
a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de
sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la
nariz y, por fin, dijo:
—Esta
mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas,
muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a
pelearnos por eso.
La
mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada
y refunfuñando:
—¡Vaya!
—exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que
Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
Y,
sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la
untó a su gusto. «Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero
antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»
Dejó
el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento
estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras
tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía
hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas,
sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas
legiones.
—¡Eh,
quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito,
tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las
moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso,
volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
Por
fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de
paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen,
que yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia
un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño
y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
«¡De
lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia.
«La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de
prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su
medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el
siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
«¡Qué
digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará
de esto!»
Y
de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al
corderito.
Luego
se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo,
convencido de que su taller era demasiado pequeño para su
valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la
casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje;
pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el
bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había
enredado en un matorral, y también se lo guardó en el
bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso
animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies,
no se cansaba nunca.
El
camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo
mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí
sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se
le acercó animoso y le dijo:
—¡Buenos
días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él
me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a
venir conmigo?
El
gigante lo miró con desprecio y dijo:
—¡Quítate
de mi vista, monigote, miserable criatura!
—¿Ah,
sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la
chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué
clase de hombre soy!
El
gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara
de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un
poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba.
Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas
de agua.
—¡A
ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!
—¿Nada
más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego
de niños!
Y
metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó
hasta sacarle todo el jugo.
—¿Qué
me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El
gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que
hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra
piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía
seguirla.
—Anda,
pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
—Un
buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a
caer a tierra. Ahora verás —y sacando al pájaro del
bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su
libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
—¿Qué
te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
—Tirar,
sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes
soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al
sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el
suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a
sacar este árbol del bosque.
—Con
gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco
al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más
pesado .
En
cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se
acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía
volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo
el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento
allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A
caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de
cargar árboles fuese un juego de niños.
El
gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada
carga, no pudo más y gritó:
—¡Eh,
tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El
sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los
dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el
tiempo, y dijo:
—¡Un
grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un
árbol!
Siguieron
andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando
mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó
el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo
a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil
para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante,
volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo
al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño,
y el gigante le dijo:
—¿Qué
es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito
enclenque?
—No
es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees
que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de
un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay
unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales.
¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El
gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las
ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó
la victoria. Dijo entonces el gigante:
—Ya
que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la
noche con nosotros.
El
sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando
llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes
sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un
cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a
su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi
taller.»
El
gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y
dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el
hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se
acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante
que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó
y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un
formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse,
en la certeza de que había despachado para siempre a tan
impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin
acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al
bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo
como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían
soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron
corriendo, cada uno por su lado.
El
sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda
nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de
un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a
dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se
le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas
partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
—¡Ah!
—exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de
guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún
poderoso caballero.
Y
corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su
opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de
guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de
ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y
envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta
tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia
junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría
los ojos, le comunicó la proposición del rey.
—Justamente
he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—.
Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron
honrosamente y le prepararon toda una residencia para él
solo.
Pero
los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en
realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
—¿En
qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos
peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe
derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron,
pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los
licenciase del ejército.
—No
estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de
un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
El
rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a
perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber
visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho
de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que
acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en
el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin,
encontró una solución.
Mandó
decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas
como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país
vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus
robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía
acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito
lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la
mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además,
cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
«¡No
está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito.
«Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un
reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que
contestó:
—Claro
que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no
me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de
un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así,
pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien
jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus
seguidores:
—Esperen
aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y
de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar
a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los
dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y
roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y
abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió
especialmente dos grandes piedras que guardó en los
bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por
una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y,
acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía
fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
Los
gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra,
despertaron
echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un
empujón a su compañero y le dijo:
—¿Por
qué me pegas?
—Estás
soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.
Se
volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una
piedra al segundo.
—¿Qué
significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me
tiras piedras?
—Yo
no te he tirado nada —gruñó el primero.
Discutieron
todavía un rato; pero como los dos estaban cansados,
dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos.
El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más
grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho
del primer gigante.
—¡Esto
ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un
loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal
fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la
copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los
dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles
enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que
los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el
sastrecito.
«Suerte
que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues
habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal
que nosotros los sastres somos livianos.»
Y
desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en
el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los
caballeros y les dijo:
—Se
acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue
dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle
con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un
golpe!
—¿Y
no estás herido? —preguntaron los jinetes.
—No
piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera,
despeinado.
Los
jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el
bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su
propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de
cuajo.
El
sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa
ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra
manera de deshacerse del héroe.
—Antes
de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino
—le dijo—, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña.
Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos,
y debes capturarlo primero.
—Menos
temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el
sastrecito—-Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y
se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después
de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
No
tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y
lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez
con su único cuerno.
—Poco
a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el
sastrecito.
Plantándose
muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio
estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del
árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el
cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más
que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
«¡Ya
cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás
del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el
cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero
éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió
un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el
sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba
por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría
con la ayuda de los cazadores.
—¡No
faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de
niños!
Dejó
a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría
de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz
jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de
enfrentarse con él de nuevo.
Tan
pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los
agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto
de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se
precipitó dentro de una capilla que se levantaba por
aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del
fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí
se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito
había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe,
con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era
demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la
ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los
cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
El
rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su
hija y la mitad del reino, agregándole: «Ya
eres mi heredero al trono».
Se
celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se
convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.
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